Los falsos positivos judiciales: otra engañifa de esta republiqueta
Alexander Martínez Rivillas
Profesor de la Universidad del Tolima
Los hechos que rodean el ajusticiamiento medieval de los 13 estudiantes o activistas sociales, recuerdan la ordalía según la cual “alguien era salvo de toda culpa y experimentaba la gracia del Señor si al ser arrojado a un lago con una roca sujeta a su cuerpo obtenía el milagro de emerger con vida”. En las audiencias de imputación y el cubrimiento mediático, ninguna noción moderna de justicia racional y razonable existe, lo mismo que no existe una sola prueba de sensatez de los fiscales y la juez, ante expresiones de una protesta estudiantil que son, llanamente, tan antiguas como las universidades.
Los conflictos entre los Liceos de Atenas en la época Clásica, los debates y agresiones entre estudiantes y autoridades en los Colegios de Francia del siglo XII, la participación en protestas levantiscas de los colegiales de Oxford durante las revoluciones del siglo XVII, las protestas estudiantiles inherentes a la reforma de Córdoba en 1918, la movilización universitaria de Mayo 68, la Primavera de Praga de enero-agosto de 1968, los agrios conflictos en la Universidad Libre de Berlín de 1967 (incentivados por Marcuse), las acciones de protesta de los estudiantes en México de octubre de 1968 (infamemente reprimido), en otros innumerables fenómenos de acciones transgresoras del estudiantado organizado contra el orden establecido, por justas causas; muestran a lo largo y ancho del planeta que son reacciones inherentes a la comunidad escolar de todas las épocas. Antes que “bellacos irracionales” que despliegan su odio contra la autoridad, lo que se constata desde antiguo es que, en la mayoría de las ocasiones, se convirtieron en los líderes de diversos países que contribuyeron a sacar de la miseria y las tinieblas a sus propias naciones.
Más que una persecución política y un falso positivo judicial de los 13 implicados, y los incontables casos similares de esta y otras épocas de la vida nacional; asistimos a la constatación sistemática de la tesis de Gutiérrez-Girardot, según la cual “Colombia es una republiqueta”. Así de sencillo. Las clases popular y media baja (o sea, las mayorías) se les han sometido a toda suerte de exclusiones, vejaciones, humillaciones, racialismos y segregaciones sociales desde que se fundó el país. La administración de justicia, una verdadera máquina represiva y encubridora de los verdaderos delitos que hacen inviable a esta nación, se emplea a fondo desde 1821 contra todo aquello que le cuestione a las elites sociales su régimen de privilegios, su repartija de la riqueza, su infinito desprecio por la necesidad de escolarizar a las gentes de sus periferias, y sus formas hacendatarias o autoritarias de tomar decisiones en los gobiernos.
Comparar una protesta estudiantil con un escenario de guerra, hacer pasar un artefacto casero de ruido por un proyectil, convertir una piedra en un arma letal, presentar panfletos e invitaciones a eventos académicos sobre el pensamiento de Camilo Torres, no constituye otra cosa que la inveterada acción del “mayordomo” que castiga a su “peonada” por no cumplir con el régimen de la hacienda, que es en efecto en lo que han convertido a Colombia desde que Santander se dedicó a perseguir a Bolívar, antes de usurpar las tierras del Magdalena Medio.
De hecho, cabe recordarles a los peritos de la fiscalía lo siguiente: una piedra, una aguja y una pepa de mamoncillo, también pueden ser letales para cualquier mortal. La letalidad está en el uso, no en el objeto. Por lo cual, hacer aparecer un “peto ruidoso” como un arma de uso exclusivo de las fuerzas militares, y hacer ver su uso como un peligro potencial del nivel de un arma de fuego o una bomba química, es una total tontería, además de un plan insidioso contra toda forma de protesta transgresora del establecimiento. Y claro, suponiendo que entre los detenidos existan responsables de tirar “petos” y piedras (pues no creo que se pruebe con suficiencia), no existe la menor duda que son actos perfectamente inherentes a la protesta social, que en lugar de medidas judiciales, reclaman respuestas pedagógicas ordinarias, procesos de participación en la toma de decisiones de la Universidad Nacional, y dinámicas incluyentes en los gobiernos locales de sus entornos inmediatos.
La Universidad Nacional de Colombia, que aún existe a pesar de la opinión de medios oficialistas, élites sociales y enclasados insertos en los aparatos represivos del Estado, está formando intelectuales y líderes sociales competentes desde su fundación. Pero especialmente, desde los años sesenta, está concentrando sus esfuerzos en las clases popular y media baja. Allí está el centro de una disputa que será secular: estudiantes críticos que bebieron (y seguirán haciéndolo) de maestros luminosos como Gerardo Molina, Antonio García, Daniel Vidart, Rafael Carrillo, Guillermo Fergusson, Orlando Fals Borda, Camilo Torres, Guillermo Hoyos, Jesús Bejarano, Augusto Ángel Maya, entre otros; no podrán ser domesticados con medidas de enclaustramiento, acciones de persecución política, o incontables formas de represión de sus proyectos emancipatorios, civilistas la mayoría de las veces; pues la tozuda realidad de esta republiqueta le seguirá exigiendo, a cada uno de ellos, su participación apasionada e innegociable en el propósito de transformar a Colombia en una nación decente, donde “todos seamos de clase media”, a decir de Borges.