Lo que falta en La Habana
Una reflexión crítica sobre los avances de las negociaciones entre Gobierno y Farc y la necesidad de sacar la discusión del ámbito puramente jurídico.
Cuando el 23 de septiembre de 2015 el presidente Juan Manuel Santos y el comandante de las Farc anunciaron al mundo que los negociadores de paz en La Habana habían llegado a un acuerdo sobre el tema de justicia transicional, muchos en el mundo creyeron que ya se había firmado el acuerdo definitivo.
Quizá por eso resultó tan sorprendente que esa misma semana el gobierno colombiano declarara que el acuerdo de 75 puntos era apenas un borrador, al tiempo que la guerrilla sostenía que era algo acordado en firme. Lo cierto es que el Gobierno se ha negado a publicar el documento, por considerarlo todavía en desarrollo, pero ha dejado en pie el plazo de seis meses a partir de ese acuerdo para la firma de la paz definitiva con las Farc.
No es este el único punto de tensión. El acuerdo sobre justicia transicional al parecer resuelve el tema de si los protagonistas de la guerra pagarán pena de prisión, o si se verán libres de ella por el hecho de confesar cabalmente lo que hicieron. Ya en el punto anterior, sobre las víctimas, el diálogo había avanzado hacia la configuración de las víctimas particulares como protagonistas centrales del proceso de pacificación.
Ahora, en caso de confirmarse el acuerdo de justicia transicional, las víctimas estarán en condiciones de citar a los tribunales a todos los que han participado en la guerra, y no se trata solamente de la guerrilla, de los paramilitares o de las Fuerzas Armadas de la República, sino políticos, funcionarios, empresarios, todo aquel que haya jugado algún papel como victimario o como cómplice en este largo conflicto.
El Gobierno cree estar ajustando un acuerdo para que la guerrilla quede sujeta a procesos efectivos de juzgamiento y de castigo, pero todo parece conducir hacia algo que el Gobierno no buscaba: que todos los actores de la guerra, algunos harto inadvertidos hasta ahora, tengan que acudir a los tribunales.
Una de las consecuencias de esta deriva del proceso de paz hacia un escenario puramente jurídico podría ser que Colombia dedique las próximas décadas a una interminable sucesión de procesos particulares, con las víctimas como acusadores y los actores de la guerra como acusados, y a seguir girando en el tiovivo de la guerra, de la enumeración de los crímenes, de la denuncia y de la vindicta.
Yo dudo mucho que una guerra inconclusa de medio siglo pueda liquidarse en los tribunales. Pero sobre todo dudo que la verdadera solución del conflicto se agote en una fórmula jurídica, hecha para fingir que estamos restaurando el imperio de la ley, tras una suspensión transitoria de la normalidad institucional. Lo que ha ocurrido en Colombia es más grave, y no sabemos si hay una normalidad a la cual retornar, o si de lo que se trata es de instaurar por fin una normalidad de la que hemos carecido en el último siglo.
Para el Gobierno puede resultar más cómodo formular la tesis de que la guerra se limitó a un conjunto de delitos o de crímenes obrados por unos particulares que deben ser procesados y castigados. Y ello resultaría fácil si los únicos responsables terminaran siendo las guerrillas. Pero todo parece avanzar hacia un momento en que, sin negar las responsabilidades y los crímenes de la guerrilla, todos los bandos se verán cada vez más implicados en la responsabilidad del conflicto, y el Estado mismo terminará siendo uno de los responsables. Ya hemos visto en distintos momentos a los altos poderes pidiendo perdón en nombre del Estado por este delito, por aquel crimen, por aquella masacre; ya hemos visto a la nación condenada por los tribunales internacionales.
¿Hasta dónde se pueden individualizar o particularizar las responsabilidades de una guerra? ¿Hasta dónde se puede clausurar una guerra —y una guerra aún inconclusa, que requiere de la buena voluntad de los combatientes para ser superada— con soluciones meramente jurídicas?
No pretendo con ello negar que en el conflicto haya hechos que deben resolverse jurídicamente, afirmo que el proceso no puede ser un proceso jurídico: la paz es un hecho político y la política exige la toma de decisiones superiores que no giren sólo alrededor de los hechos particulares, los victimarios y sus víctimas, sino del asunto central de la paz como derecho de toda la sociedad.
La paz, definitivamente, tiene que ser algo más que la suspensión de la guerra; la paz tiene que ser algo más que el silencio de las armas; la paz tiene que ser la corrección de las causas que desencadenaron el conflicto y de las condiciones que lo favorecieron durante décadas. La paz tiene que ser la garantía de que las víctimas serán indemnizadas, pero también de que la sociedad entera será reparada del terrible mal de la guerra y del peligro de un recomienzo de esa confrontación que ha sido el pretexto para mantener un orden injusto, para demorar la modernización del país, y para aplazar la reivindicación de la nación entera contra largos hábitos de exclusión y de miseria moral.
Quienes pretendan limitar el proceso de paz a una mera ordalía de tribunales no sólo debilitan los alcances de esa paz sino que impiden la transformación positiva del país, que es lo único que puede evitar que la violencia recomience y que el desorden se perpetúe. Aunque el Gobierno se haya dejado deslumbrar por la esperanza de convertir la paz en un juicio a unos culpables, los otros puntos de la agenda son tan importantes como este de la justicia transicional, y tal vez no será posible impedir que otros temas y otros protagonistas hagan irrupción en el proceso.
El Gobierno ha afirmado repetidas veces que los diálogos de La Habana no van a poner en juego el modelo económico ni el modelo político del país. Pero yo soy de los que piensan que no habrá paz si el modelo económico y el modelo político no se ciñen a nuevos desafíos, aunque no son las Farc las que pueden proponer esas alternativas. Quizás la mesa de negociación de La Habana no sea el espacio adecuado para una discusión sobre las reformas que el país requiere con urgencia, pero los ciudadanos tenemos el derecho de exigir una paz más compleja y más verdadera que la que actualmente se negocia.
Esa negociación, siendo tan importante, esa desmovilización, siendo tan urgente, ese acuerdo de los guerreros en la mesa de La Habana, siendo tan indispensable para el destino del país, no serán suficientes para llevarnos a un nuevo comienzo. Y Colombia necesita un nuevo comienzo. El Gobierno, y toda la discorde dirigencia colombiana, pretenderán que sólo nos refiramos a los puntos de la agenda, que sólo hablemos de eso que llaman en un lenguaje cada vez más irreal el posconflicto, pero la agenda de la paz sólo pasa parcialmente por los acuerdos de La Habana. Es más: los acuerdos de La Habana podrían seguir empantanándose en discusiones bizantinas, como lo han hecho ya en estos años, si al proceso no llega el aire fresco de una sociedad comprometida con un cambio
histórico.
Santos puede ir a las Naciones Unidas a prometer con una sonrisa triunfal que el próximo año volverá a ese foro llevando un acuerdo firmado con las guerrillas, y puede asegurarles que ese acuerdo significará por fin la paz de Colombia y el final del último conflicto armado del continente. Pero ya hemos visto que nada más el punto de la justicia transicional, que dio pie a los seis meses de plazo, sigue atascado como rueda en el barro. Y la guerrilla ha dicho que el plazo de seis meses sólo echará a andar a partir del momento en que se reconozca que el punto está acordado.
Aún faltan por resolver los temas de la desmovilización, de la dejación de las armas y de la ratificación democrática de los acuerdos. Por fuera de los consensos de La Habana, el Gobierno juega cada día a inventar para esa refrendación popular una fórmula, que anteayer se llamaba referendo, que ayer se llamaba congresito, que hoy se llama reforma constitucional para la paz, que mañana se llamará consulta o plebiscito, pero en todos los casos la guerrilla ha salido a decir que aquí están ensillando sin traer las bestias, que el tema de la refrendación de los acuerdos no puede ser decretado por el Gobierno sino acordado por las partes, y sigue insistiendo en que la terminación del conflicto exige la convocatoria de una asamblea nacional constituyente.
Es lícito pensar que si la desmovilización del M-19 y su incorporación a la vida política justificaron la convocatoria a una constituyente, mucho más se justificaría hacerlo para desmovilizar a las Farc y poner fin a un conflicto de medio siglo. El Gobierno debe tener razones muy fuertes para oponerse a esta idea, y posiblemente esas razones no tengan tanto que ver con los acuerdos de La Habana sino con la conservación de su poder efectivo sobre la sociedad. Las dos elecciones en que ha ganado Santos, lo ha hecho con votos ajenos y con las aplanadoras de la maquinaria clientelista, y quién sabe si para una asamblea constituyente sea tan fácil movilizar la corrupción electoral que caracteriza al establecimiento colombiano. La constituyente podría caer en manos del uribismo, cerrilmente opuesto al proceso de paz, pero también, dado que Uribe siempre pierde las batallas decisivas, cabe el riesgo de que alguna fuerza inesperada, de esas que Santos suele declarar inexistentes hasta cuando ya no puede ocultarlas, ponga en evidencia el creciente descontento de la sociedad.
Hasta hace poco el proceso de paz era el escenario donde se dirimía el forcejeo entre distintos sectores de la dirigencia colombiana. Santos, propiciando el diálogo, procuraba mantener el poder de su coalición; Uribe, oponiéndose a él, procuraba beneficiarse del escepticismo ciudadano y recoger al final la cosecha de otro proceso frustrado. Pero en una realidad tan dinámica, donde el desenlace no está prefijado, las circunstancias cambian, y en los recientes movimientos del tablero Santos ha logrado hacer avanzar el proceso y despertar una nueva expectativa, en tanto que Uribe ha perdido influencia y ha visto palidecer su prestigio en las elecciones regionales.
También la izquierda parlamentaria ha perdido fuerza ciudadana, aunque no podía ser de otra manera, pues embriagada con las mieles de la esperanza ha renunciado a toda oposición y se ha convertido en irrestricta aliada del poder, no sólo con su presencia en el proceso de paz sino con su ausencia en todo el resto del espacio político, y precisamente ante uno de los gobiernos que más merecería una oposición decidida.
El fracaso de la economía extractiva, el deterioro de la capacidad productiva, el agravamiento de la depredación ambiental, la parálisis del proyecto de restitución de las tierras arrebatadas, la súbita necesidad de reactivar el campo después de décadas de abandono consciente de la agricultura, el intempestivo llamado “a sembrar un millón de hectáreas”, que sólo revela cuán capaz de improvisación es el modelo y cuán sujeto está a las volteretas del mercado mundial, el ahondamiento del déficit comercial, la persistencia de la violencia social, el modo como el alarmante subempleo permite disfrazar la tragedia del desempleo, la imprevisión frente a los avatares del clima y la permanencia del clientelismo y de sus corrupciones como principal sustento del poder, exigirían una oposición democrática menos sumisa o siquiera un apoyo menos irrestricto a una política de paz no por necesaria menos errática.
Una de las causas más evidentes de la proliferación de las guerrillas en el último medio siglo ha sido el cierre del espacio para el debate político. Uno pensaría que el llamado a la paz es un llamado a que las guerrillas abandonen las armas y acepten participar desarmados en la lucha política. Por eso es tan sorprendente que en medio de las bengalas del proceso de paz parezca abrirse camino la decisión de negar a la guerrilla desmovilizada un espacio activo en la democracia. El hundimiento en los debates del Congreso de la posibilidad de que los guerrilleros participen de la vida pública muestra cuán en contravía del proceso de paz marcha el mundillo político, y cuán difícil será aclimatar una reconciliación verdadera.
Sin embargo, es nuestro deber creer en la paz y esforzarnos porque avance. Mi opinión es que al proceso, antes que una adhesión rendida, le ayuda más un apoyo crítico, exigente, que vea más allá de los acuerdos y de los estrados, de la venganza y de la victoria, y que se reafirme en la convicción de que los acuerdos valen no tanto por lo que obtengan para los bandos negociadores sino por lo que obtengan para ese país humilde que ha padecido décadas de violencia, que ha perdido a sus hijos y a sus padres en la guerra, que ha visto marchitarse sus esperanzas y cerrarse sus oportunidades, y que es sin embargo el país que podría hacer la paz porque es el que más la necesita, y el que finalmente podría garantizárnosla a todos.
El actual proceso de paz, amenazado por un esquema burocrático y conservador, hostil al cambio social, carece de una visión de la ciudad como escenario de la paz posible, carece de un proyecto de juventudes verdaderamente audaz y renovador, cosa que es gravísima porque aquí la juventud es la guerra, carece de un proyecto cultural dinámico, imaginativo y creador que ayude a convertir el sueño de la paz en un hecho de las calles y de los barrios, de las veredas y de los pueblos, de las comunidades más vulnerables y de la juventud capaz de abnegación y de fiesta.
El esfuerzo por mantener la paz en el ámbito de un forcejeo entre guerreros y de una partida burocrática está privando a Colombia de una primavera de amistad y de solidaridad, de afecto y de creatividad, de trabajo solidario, de renovación de los hogares y de los afectos, de reinvención de las costumbres y de los rituales. Pero ese esfuerzo mezquino por hacer de la paz el mero botín de unos políticos, paradójicamente podría hacer que se les salga de las manos y se convierta en una súbita siembra de esperanza en los sectores siempre excluidos, y en
una inesperada cosecha de iniciativas en manos de una juventud ávida de tomarse el futuro.
Hace un siglo el mundo vivió la guerra más pavorosa de la historia. La Primera Guerra Mundial fue tal vez la más desesperada y la más capaz de herir a la imaginación, porque por primera vez puso al servicio de la muerte en gran escala todos los progresos de un siglo de optimismo industrial. El telégrafo, el teléfono, los ferrocarriles, la dinamita, los aeroplanos, las metralletas, los vehículos automotores y los barcos acorazados, todo entró en la danza del horror y puso la suma del talento humano a luchar contra la humanidad. Una Europa que acababa de pasar por una época suntuosa de sofisticación y de refinamiento se precipitó de repente en el infierno. Nunca el espíritu occidental había vivido un desconcierto mayor ni había enfrentado una realidad más desalentadora.
En el vórtice mismo de la guerra, los espíritus más sensibles de Europa respondieron de un modo muy curioso a ese desafío. En la segunda década del siglo XX surgieron en todos los campos del arte unos esfuerzos desmesurados por volver a tejer con los lenguajes del arte el tapiz de la civilización desgarrada. Leer En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust; La montaña mágica, de Thomas Mann; El hombre sin atributos, de Robert Musil; el Ulises de James Joyce, es ver al espíritu humano tratando de rescatar minuciosamente la memoria de ese mundo en pedazos. Un esfuerzo conmovedor por recuperar el tejido de la normalidad perdida, reanudar el hilo de la cultura, recuperar la fe en el orden, en el sentido, en la sensibilidad y en el pensamiento. La guerra sólo había durado cuatro años, aunque poco después renació de sus cenizas como un pájaro mitológico y volvió a hundirlo todo en el horror. Sin embargo, los esfuerzos de la sensibilidad supieron sobreponerse a esa doble prueba, y las dos guerras mundiales fueron una lección que Europa aprendió bien, de la que derivó grandes principios y grandes acciones.
¿Qué decir de quienes hemos vivido una tormenta bélica de 50 y aun de 70 años? La nuestra tal vez no ha tenido la intensidad y la calcinante enormidad de las guerras mundiales, pero ha desgastado persistentemente nuestros valores, desgarrado el tejido social, socavado los principios de convivencia, obrado lo que debemos llamar una degradación totémica, y ha dejado una inocultable trama de horror en varias generaciones.
La paz exige superar todo eso. La paz no puede ser apenas un pacto de élites armadas. Ese acuerdo debe ser un comienzo, pero todos deberíamos estar construyendo desde ya ese relato de complejidad y solidaridad colectiva. Más aún, acaso nunca veremos de verdad los acuerdos si no ocurre ese despertar ciudadano que, sin privarse de mirar al pasado y de exigir la indemnización de las víctimas, ponga el énfasis en el futuro, en inventar la normalidad desconocida y en adivinar la Colombia que nos ha negado la guerra.
Tal vez lo que están necesitando los diálogos de La Habana es ese viento fresco de una sociedad que sin esperar permiso de nadie comience las tareas de la reconciliación, y se reencuentre con su maravilloso territorio y con las posibilidades que le ha negado el vicio hereditario de la discordia.
El acuerdo de justicia en cifras
75 puntos contiene el acuerdo sobre justicia al que llegaron las Farc y el Gobierno en Cuba.
7 expertos en justicia nacionales e internacionales, convocados por el gobierno de Noruega, fueron los encargados de trabajar en las bases del acuerdo sobre el sistema de justicia.
8 años es la pena máxima de restricción efectiva de la libertad que contempla el acuerdo para los guerrilleros que reconozcan delitos muy graves.
50 imputaciones en contra de miembros de la cúpula de las Farc fueron suspendidas mientras se ajusta la metodología frente al modelo de justicia transicional.