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A 25 años del ataque a “Casa Verde”: La perspectiva de un Acuerdo final y el miedo al pueblo y a la

El domingo 9 de diciembre de 1990 se produjeron de manera simultánea dos hechos que habrían de marcar la historia reciente de nuestro país. Al tiempo que se abrían las urnas para elegir los setenta constituyentes que conformarían la Asamblea Nacional Constituyente, se produjo en el marco de la llamada “Operación Colombia” el ataque a “Casa Verde” con el fin de liquidar al Secretariado de las FARC, a través de un inmenso operativo militar en el que participaron cerca de 1.600 hombres, que contaron con el apoyo de 46 aeronaves de la Fuerza Aérea.

Después del parte inicial de victoria del entonces Comandante del Ejército, General Manuel Alberto Murillo en horas de la tarde de ese mismo día y de su anuncio de que con esta acción se había “restablecido el orden y el imperio de la ley en esa zona”, se conoció al día siguiente un casete con la voz de Alfonso Cano, en el que el comandante guerrillero informaba que “él y sus demás compañeros se encontraban sanos y salvos”, según las informaciones de prensa de la época. La calculada operación de ejercicio de la “soberanía interna” había fracasado. Lo que le siguió a esos hechos es conocido. Se cerró la puerta del diálogo y con ello la posibilidad de la participación de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar - CGSB en la Asamblea Nacional Constituyente, la cual sesionó y promulgó la nueva Constitución en julio de 1991, que fue definida como un tratado de paz, incompleto e inconcluso -debe afirmarse- pues las principales fuerzas guerrilleras de la historia del país no hicieron parte de ella. Mientras la Asamblea sesionaba, se produjo una de las más intensas contraofensivas guerrilleras, que condujo a la reunión exploratoria entre el Gobierno de Gaviria y la CGSB en Cravo Norte (Arauca) en mayo de ese año y luego a los diálogos de Caracas entre junio y noviembre. Tales diálogos se reanudaron en Tlaxcala en marzo de 1992 y se rompieron definitivamente en junio. En julio, el entonces Ministro de Defensa, Rafael Pardo Rueda anunció la política de “Guerra integral”, que tenía como propósito principal derrotar a la guerrilla en 18 meses… Valor histórico del proceso actual y persistencia del miedo al pueblo No tiene sentido traer a la memoria estos hechos para hacer un ejercicio de historia contra-fáctica en los términos de “¿qué hubiera pasado si…?”. Con ello, busco más bien reafirmar una vez más la trascendencia de los diálogos de La Habana y, sobre todo, que el país se encuentra frente a la posibilidad real de la firma de un Acuerdo final entre la guerrilla de las FARC-EP y el Gobierno nacional, cuyo valor histórico sigue sin sopesarse con la fuerza debida. La incorporación de la guerra en la vida cotidiana como una anomalía con la que se ha podido vivir, impide avizorar con suficiencia el significado del arco histórico en el que sea posible el trámite de la conflictividad social y de clase a través de los recursos que brinda la política, el cual se inaugurará con el muy posible acuerdo de paz. De los contenidos y la calidad del Acuerdo final, así como de su efectiva implementación dependerá en gran medida que la paz a construir, que no el fin del conflicto, sea en efecto estable y duradera y con justicia social. Si se juzga por lo hasta ahora pactado, es indiscutible que estamos frente a una potencia transformadora que para desatarse a plenitud requerirá un cambio en la correlación actual de fuerzas, aunque los acuerdos en sí mismos señalan algunas de las rutas futuras que asumirá el conflicto social y de clase. Se trata del probable inicio de un ciclo reformista, de intensificación de la lucha política por la democracia profunda y avanzada en los diferentes ámbitos de la vida social. De ello dan cuenta los acuerdos parciales “Hacia un nuevo campo colombiano: Reforma rural integral”, “Participación política: Apertura democrática para construir la paz”, “Solución al problema de las drogas ilícitas”, y muy seguramente el esperado acuerdo sobre el “Sistema integral de verdad, justicia, reparación integral y garantías de no repetición”, incluida la “Jurisdicción especial para la paz”. En todos ellos, se encuentran reflejadas aspiraciones históricas aplazadas del campo popular, que son coincidentes y van en la misma dirección de sus pretensiones actuales. El aporte histórico del actual proceso de paz, más allá de la superación de la guerra, se encuentra en el muy probable impacto democratizador sobre la sociedad colombiana, si le logra garantizar -con el correspondiente soporte popular- que lo acordado sea efectivamente implementado. No son previsibles aún otros efectos desencadenantes y sobrevinientes. Por lo pronto es evidente, sin haber terminado la negociación, que los escenarios de la implementación tendrán la impronta de la conflictividad. En el imaginario de las clases dominantes se mantiene la idea del sometimiento guerrillero. Por ello, la expectativa de un acuerdo final ha estado fundada en una paz gratis fiscalmente y sin reformas, en el castigo penal de la rebelión armada y en el reduccionismo “desmovilización, desarme, reinserción, DDR”. En el proceso actual se reafirma el miedo al pueblo y a la reforma que ha acompañado la historia republicana y predomina la tesis que la paz es para aclimatar de mejor manera los negocios, sin afectación alguna del régimen de dominación y explotación. Tres hechos recientes son un buen indicador de esta afirmación: ¿Un Acuerdo final para que todo siga igual? Primero, la declaración del Consejo Gremial Nacional de pasado 5 de octubre, en la que se pone de manifiesto que su respaldo al proceso de La Habana (siendo desde luego importante) está condicionado a que los acuerdos alcanzados sean incorporados al orden social vigente, sin afectarlo de manera alguna. Su idea de negociación “por razones humanitarias” y “asimétrica en favor del Estado”, además de desconocer las razones por la cuales se llegó a la situación de la solución política, considera que el Estado lo hace “para acoger dentro de la legalidad a quienes se encuentran por fuera de ella y para fortalecer la capacidad de las instituciones y continuar avanzando en la conquista de una Colombia mejor”. Es decir, el proceso paz es de mero sometimiento y reinserción. Ello explica, por ejemplo, por qué los acuerdos sobre una “reforma rural integral” son reinterpretados, no sólo para inscribirlos dentro de la lógica del modelo de empresarización capitalista del campo, sino para afianzar el existente régimen de concentración de la propiedad sobre la tierra e incluso demandar la revisión regulaciones ya preexistentes en la legislación colombiana. Señala el Consejo: “Instrumentos como la expropiación por motivos de interés social o de utilidad pública, y la extinción administrativa del dominio por incumplimiento de la función social y ecológica de la propiedad, si bien preexisten en la legislación colombiana, deberán ser revisados y reglamentados en su aplicación, en un marco de garantía del debido proceso y la legítima defensa de los propietarios legales de la tierra”. La apelación a la legítima defensa es cuando menos preocupante cuando se contemplan los escenarios del posacuerdo. No sobra preguntarse si por “legítima defensa” se comprende la organización de grupos paramilitares, tal y como ha ocurrido a lo largo de la historia del conflicto. En el mismo sentido, deben ser leídos otros pasajes de la declaración gremial. La “Jurisdicción especial para la paz” sería una concesión que se justifica si permite el sometimiento a la “justicia penal transicional o restaurativa”; pero no lo es cuando contempla responsabilidades indirectas (dígase, las que comprometen a sectores del empresariado) o si es definida como universal y “no reconoce inmunidades ni fueros”. La reparación a las víctimas no debe ser para superar las limitaciones de la ley estatal vigente, sino para comprometer a las FARC en sus dimensiones morales y económicas. La “Comisión de la verdad (sic)” no debe ser para promover “un debate retrospectivo sobre sus instituciones (las del Estado)” que “podría conducir a un injusto deterioro de su legitimidad”. Se persiste en la idea de que las economías ilegales serían las que hacen subsistir el fenómeno guerrillero y se llama a la atención sobre el no conocimiento de “compromisos para entregar bienes y rendimientos financieros asociados con el portafolio de negocios ilegales”, ignorando el propio de reconocimiento en los acuerdos pactados de la conexidad de estas economías con la rebelión y su propio carácter sistémico. A los acuerdos sobre la problemática de las drogas ilícitas se les admiten “ideas sensatas”, pero a renglón seguido se manifiesta preocupación porque la “erradicación se planee como un mecanismo voluntario que supone acuerdos previos con las comunidades”, indicándose que bajo esa metodología “la acción estatal podría quedar paralizada a término indefinido”. ¿Hacia la militarización de los centros urbanos? Segundo, la petición del alcalde electo de Barranquilla, Alejandro Char, de militarización de la ciudad para enfrentar los problemas de seguridad. Aunque semejante (des)propósito contó con un rechazo importante y por lo pronto no prosperará, sí es una inquietante muestra de la forma como sectores de las clases dominantes conciben la seguridad urbana y la política para enfrentarla. La pretensión de Char se inscribe dentro de lo que el sociólogo Loïc Wacquant ha expuesto magistralmente en su libro “Castigar a los pobres: el gobierno neoliberal de la inseguridad social”. Junto con las políticas sociales de corte higienista que a través del asistencialismo buscan limpiar el paisaje urbano de la obscenidad de la pobreza, y la medicalización de los pobres, es decir, considerarlos enfermos activos o potenciales (alcohólicos, drogadictos, depresivos o locos, etc.) y con tendencia a delinquir, se encuentra la tipificación penal de conductas consideradas propias de los pobres. Y ahora, con la propuesta de Char se introduce la tesis de que los problemas de inseguridad urbana, pueden enfrentarse a través del tratamiento militar, ocultando de esa forma los problemas sociales no resueltos que se esconden tras de ella. En el contexto colombiano, tal (des)propósito puede considerarse un anuncio de las nuevas tareas que se le pretenden adjudicar a las Fuerzas Militares a fin de evadir la necesaria redefinición de su doctrina, tamaño y estructura en el posacuerdo. Si antes esas fuerzas concentraban su accionar en la lucha contrainsurgente, ahora -reinventando el enemigo interno- deberán centrarse en la lucha contra la criminalidad común, que no es otra que la de los pobres. Y tras de ello, la persistencia de la militarización para enfrentar la protesta y el conflicto social, extendiendo una práctica ya existente en el país. El posacuerdo no puede ser el tránsito de militarización del campo a la militarización de los centros urbanos. ¿Repúblicas independientes o necesaria solución territorial? Tercero, el rechazo tajante por parte de la Delegación del Gobierno en La Habana a la propuesta de las FARC-EP de constituir “Territorios especiales para la construcción de la paz – TERREPAZ”. Una propuesta que a todas luces es juiciosa y sensata, y que la Revista Semana invita a discutir en profundidad “porque ahí está el meollo del posconflicto y de su futuro político (el de esa guerrilla)”, fue respondida por el Gobierno, en los siguientes términos: “No estamos en este proceso para dividir el país, ni para hacer entrega de territorios ingobernables. (…) Nunca hemos pensado en una Colombia fragmentada, no hace parte de nuestro imaginario. Los famosos TERREPAZ hacen parte únicamente del imaginario de las FARC”.

Sin entrar a analizar la interpretación gubernamental, indiscutiblemente distorsionando en su interpretación el sentido y la letra del texto guerrillero, y considerando que el tema todavía no se ha abordado en la Mesa, lo que lo que se pone en evidencia son algunas de las dificultades que enfrentará la discusión del Punto 3 de la Agenda “Fin del conflicto”, en particular en lo que se refiere a la dimensión territorial del proceso de normalización de la guerrilla. Más aún si éste busca definirse de acuerdo con la lógica de la fórmula del DDR. Basta una mirada a la historia territorial del conflicto colombiano para comprender que no se estará -en el caso de las FARC-EP- frente a un proceso de desmovilización de guerrilleros que abandonarán las armas para trasladarse a los centros urbanos para reinsertarse en la vida civil. Si la construcción de la paz es con enfoque territorial, como se afirma en forma reiterada, la solución política implica una solución territorial, con todo lo que ella contiene. No es la delimitación geográfica para revivir el fantasma de las “repúblicas independientes”. Es el territorio como relación social conflictiva que posibilite efectivamente el destierro de la violencia, genere condiciones de convivencia y garantías de no repetición, reconozca formas de gobierno y economía que se han dado las comunidades que lo han habitado con la realidad de la presencia guerrillera, cumpla funciones propias del ejercicio de la justicia restaurativa y prospectiva pactada por las partes. Y que permita materializar el cese bilateral y definitivo de fuegos y de hostilidades, así como la dejación de las armas. Colofón Las buenas noticias que llegan de La Habana acerca de la perspectiva de un muy probable Acuerdo final indican al mismo tiempo no solo la pesada carga de complejidad y dificultad que tienen los temas aún pendientes, sino sobre todo la fuerte conflictividad que se avecina en el período del posacuerdo. Los contornos, los momentos y los lugares de la implementación de lo acordado serán los propios de la intensificación de la lucha social, en el contexto de un régimen de dominación de clase que pese a estar afectado por las implicaciones de la solución política se resiste a la reforma. Las preguntas que siguen rondando son: ¿Cómo se va a encontrar el campo popular en esas nuevas condiciones? y ¿qué capacidad tendrá para consolidar un cambio en la correlación de fuerzas que permita avanzar hacia la necesaria democratización política, económica, social y cultural?

Jairo Estrada Álvarez Profesor del Departamento de Ciencia Política Universidad Nacional de Colombia

Publicado en la Revista Izquierda, No. 60, Bogotá, diciembre de 2015. Consultar enwww.espaciocrítico.com


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