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Procesos de educación popular en Bogotá: así se descentraliza la enseñanza que nos niega el Estado


En la periferia de Bogotá existen proyectos de educación no reconocidos por el Estado colombiano ni el Ministerio de Educación que proponen el conocimiento como una construcción colectiva, una tradición pedagógica que despunta en el país a finales de los setenta con campañas de alfabetización nacional y espacios de formación campesinos y civiles

1 Codito: ¿de qué nos sirve todo lo que nos enseñan?

A medida que van llegando, los jóvenes se ubican en las sillas dispuestas en círculo. Uno de ellos dice que “en la clase de hoy vamos a sembrar en la huerta” y señala una canasta llena de plántulas. Los demás chicos se miran emocionados. Otro de los participantes explica que hay plantas que funcionan como pesticidas para proteger a las otras y que por eso se deben plantar alrededor. “La huerta es una representación de nuestra clase, donde todos aportamos y trabajamos en comunidad”.

Así empieza la sesión en el bachillerato popular de la Casa Memoria Viva, ubicada en el barrio Estrellita Norte del sector de El Codito. Es “popular” porque además de estar en una zona periférica de Bogotá, su proyecto educativo es una apuesta política por transformar la sociedad, una tendencia crítica que se conoce como educación popular.

La educación popular, que nace en América Latina a finales de los sesenta y principios de los setenta de la mano de los movimientos sociales, propone que el conocimiento es una construcción colectiva en la que se tienen en cuenta los saberes cotidianos y en el que los estudiantes y profesores intercambian sus papeles de manera constante. Teniendo como uno de sus máximos exponentes al brasilero Paulo Freire, plantea una serie de metodologías alternativas que se alejan de la enseñanza tradicional y cuestionan el papel de la educación misma: ¿para qué estudiamos?, ¿de qué nos sirve todo lo que nos enseñan?, ¿cómo aporta la educación a nuestras comunidades?

2. Ciudad Bolívar: la educación popular es autonomía

Al otro extremo de Bogotá, en Ciudad Bolívar, la comunidad del barrio Potosí se prepara para sembrar algunas semillas en la huerta de la Escuela Ambiental. En realidad, su nombre técnico es Centro de propagación y fue creado en 2014 como parte de un proyecto del Acueducto para recuperar las quebradas zanjón de la muralla y zanjón del ahorcado.

Pensado para la recuperación de especies nativas de aquella zona montañosa, el Acueducto donó el espacio a la Junta de Acción Comunal y se desentendió. Desde el año 2015 un grupo de jóvenes lo ha convertido en un lugar para abordar los temas y problemas ambientales del barrio.

“Discutimos las problemáticas e identificamos cómo se hacen visibles en el territorio. Basados en la educación popular realizamos una serie de actividades que generan a su vez otro proceso de reflexión”, explica Diego, un trabajador social miembro de la Escuela.

Entre esas problemáticas se encuentran, por ejemplo, la extracción de material de recebo para procesos de construcción, la cual afecta el ecosistema del páramo cercano y la salud de los vecinos.

La idea de la huerta es que la gente sepa que es posible cultivar en la ciudad y aprenda cómo hacerlo. Algunos de los vecinos más viejos, la mayoría proveniente del campo, a veces comparten sus conocimientos con los miembros de la Escuela y los asistentes de los talleres. Otros donan baldes de agua pues el espacio no cuenta con servicios públicos básicos.

“Más que producir para vender —dice Diego—, la cosecha de la huerta se reparte entre los vecinos. Lo ideal sería que ellos tomen la iniciativa de regar o sembrar lo que quieran, pero es un proceso lento”. Entre las actividades que realizan figuran los recorridos ambientales para conocer el barrio y desestigmatizarlo, los talleres de concientización ambiental, agricultura urbana y reciclaje, y los cine foros sobre la problemática ambiental.

En el colectivo que gestiona la escuela hay sociólogos, bacteriólogos, antropólogos, entre otros, pero ninguno es ambientalista. “Otra de las enseñanzas de la educación popular es la autonomía —explica Diego—. Si no sabemos algo, investigamos, buscamos la manera de aplicarlo y vemos qué pasa. Parte del crecimiento de la Escuela se ha dado por ensayo y error”.

3. Kennedy: los saberes provienen de muchos lugares, no solo de la academia

En el segundo piso de una casa en Techotiba, Kennedy, un grupo de 20 jóvenes presenta un examen en silencio. Mientras tanto, en el piso inferior se reúnen varios de los padres de ellos para escuchar a los profesores, solo un poco mayores que sus hijos, quienes les explican en qué consiste el pre universitario popular Tunjuelo.

“Para nosotros es importante involucrar a los padres y acudientes —dice Manuel, uno de los profes de Tunjuelo—, pues entendemos que los chicos vienen de cierto contexto y que esas vivencias influyen en el proceso. Los saberes provienen de muchos lugares, no solo de la academia: todos sabemos algo y a través del encuentro de esos saberes podemos potenciar muchas cosas a nivel colectivo e individual”.

“La pre universidad reconoce que hay unas inequidades sociales, económicas y políticas frente a la educación —continúa Yeraldine, tallerista de la clase de Pensamiento social de Nuestra América—. Los objetivos son precisamente que los chicos y las chicas logren entrar a las universidades públicas; pero más importante, que vean que es posible tener, ser y pensar otras alternativas de vida”.

El programa preuniversitario de Tunjuelo, nacido hace cinco años, está compuesto por tres ciclos de trabajo, cada uno dura dos meses y aborda cuatro componentes. En los dos primeros, las clases se dividen entre Pensamiento social Nuestra América, Razonamiento cuantitativo, Lectura Crítica, Biología-Química, Física, Inglés y Análisis de la imagen. En el último ciclo son los estudiantes los que proponen qué quieren complementar y se trabaja el tema de manera más personal.

Las metodologías son variadas y dependen de cada profe y de cómo se vaya dando la clase, siempre basadas en la búsqueda de una relación horizontal entre talleristas y estudiantes, quienes son en su mayoría jóvenes de grado 11.

“Sebastián llegó contándome del preuniversitario —dice Camilo Cepeda, padre de uno de los asistentes—. Me parece una propuesta interesante porque procura que la comunidad se integre en los procesos de las demás personas sin que sea el Estado el que siempre se encargue de eso. Espero que mi hijo aprenda a pensar, que pueda mirar otras opciones, no solo las que le ofrece la educación formal”.

Tunjuelo cuenta con la Huerta Adelita, ubicada en la plaza de mercado de Kennedy. También gestiona de manera autónoma, junto con otros colectivos, el Rincón Cultural El Caracol, la casa en la que se realiza el preuniversitario. Allí producen orellanas y cerveza artesanal para la venta. Algunos estudiantes regresan después de un tiempo con la intención de convertirse en talleristas.

4. San Cristóbal, Los Mártires y otras localidades: el problema del acceso a la educación superior

“Hemos analizado que hay un cambio en lo pedagógico, pero también transformaciones éticas y afectivas —dice Paula, tallerista del preuniversitario También el Viento, de San Cristóbal—. La solidaridad empieza a ser un valor importante, somos más conscientes de lo que pasa en el territorio y de que podemos hacer algo para transformar lo que no nos gusta”. Por otro lado, en asuntos de autopercepción, “una chica decía que ya no le daba pena decir lo que pensaba, que tenía una voz distinta y podía expresar lo que quería, sin miedo. Ese impacto en los chicos es más importante que cuántos pasaron a la universidad y cuántos no”.

Cuando cayeron las movilizaciones estudiantiles de 2011, varios grupos de jóvenes se preguntaron qué más podía hacerse por la educación. Nacen entonces varios proyectos de corte popular distribuidos por toda la ciudad. Como Tunjuelo, el preuniversitario llamado También el Viento pertenece a la Coordinadora de Procesos de Educación Popular En Lucha, en la que se reúnen seis proyectos de las localidades de Suba, Kennedy, Santa Fe, Los Mártires, San Cristóbal y Usme.

Sin embargo, estas experiencias no son las únicas ni las primeras en la ciudad. Según explica José, profe del preuniversitario de La Perseverancia, esta tradición empieza a finales de los setenta y principios de los ochenta, con la coordinación de campañas de alfabetización nacional y los espacios de formación campesinos y civiles.

Existe también la Asociación Dimensión Educativa, la cual viene trabajando desde los años ochenta y que además de contribuir a la investigación teórica sobre la educación popular gracias a su Revista Aportes, se ha convertido en un referente nacional.

Estos preuniversitarios enfrentan varias problemáticas: la primera es el espacio físico, ya que a veces es difícil encontrar un lugar para instalarse y cuando lo hay puede no ser el más óptimo; la segunda es encontrar talleristas que estén dispuestos a hacer el trabajo de manera voluntaria y comprometida y que de paso participen en las escuelas de formación constante sobre pedagogía popular.

La financiación es una dificultad mayúscula. Al ser gratuitos hay que recurrir a aportes voluntarios, ferias, bazares, rifas, bonos solidarios y otras estrategias. Aunque hay algunos, como El Caracol, que han empezado a gestionar proyectos productivos.

Enfrentar el alto nivel de deserción es un reto para cualquier proyecto educativo. En ese sentido, se trabajan desde proyectos concretos por clase que incentiven a los estudiantes a terminarlos, hasta preguntar en sus casas y colegios por qué no han vuelto.

Es importante abrir un debate nacional sobre la educación popular como una posibilidad real, poner sobre la mesa el problema del acceso a la educación superior. Es por eso que La Coordinadora, junto con otros procesos, está desde el año pasado en la tarea de articular los diversos trabajos comunitarios y educativos dispersos en ciudades como Bogotá, Cali, Medellín, Popayán y Villavicencio para armar una agenda común y trabajar sobre unas reivindicaciones concretas frente al Estado.

5. Mirar hacia Argentina: las luchas sociales y populares

De vuelta en El Codito. Siguen hablando sobre la huerta. “Nosotros no tenemos mucha idea de sembrar —admite Juan Sebastián, uno de los profes—. ¿Ustedes han sembrado alguna vez?”. Tres estudiantes levantan la mano.

“En un colegio normal nos encontramos 10 estudiantes con 10 historias, contextos y procedencias diferentes y distantes, pero todos debemos aprender no sé qué de los algoritmos sin importar esas diferencias —me explica luego Felipe, otro de los profesores—. Aquí intentamos que se evalúe y autoevalúe ese proceso individual, si yo salí de A y llegué a B, pues avancé, pero si el objetivo era llegar a Z y no pude, en los otros espacios estaría mal, repito curso y me quedo ahí otra vez. Eso no pasa aquí”.

Ya sean obreros o madres que trabajan como señoras del aseo que no pudieron terminar sus estudios, hasta jóvenes que han sido rechazados del sistema educativo público tradicional por ser “problemáticos”, el bachillerato popular Memoria Viva responde a la necesidad inmediata de la comunidad de Estrellita Norte y sus alrededores de formarse para acceder a mejores condiciones laborales y por ende mejorar sus condiciones de vida.

En diálogo constante con la comunidad se estudiaron los programas de estudio que propone el Ministerio de Educación para ver cómo lo entendían y cuestionaban, y en base a ello construyeron un pensum crítico, dinámico, diferencial y focalizado que les brinde herramientas para encarar el mundo en el que realmente se desenvuelven.

Memoria Viva está cumpliendo ya un año y tres meses y es la suma de un proyecto de trabajo y la investigación que se viene realizando desde hace cinco años entre el Colectivo La Chagra y la comunidad del sector.

https://youtu.be/vpbpyXqLdoU

“En 2014 se inició un proyecto de bachillerato informal y luego en conjunto con La Chagra lo montamos como bachillerato popular —dice José Bautista, líder comunitario que construyó con sus propias manos las instalaciones que hoy hacen parte de la Casa Memoria Viva—. Para nosotros es importante porque significa descentralizar la educación que nos niega el Estado y ponerla al servicio de nuestra comunidad”.

En países como Argentina, por ejemplo, muchos bachilleratos populares están reconocidos por el Estado gracias a una larga lucha social. “Son espacios construidos desde los mismos territorios originados por personas que hacen parte de organizaciones sociales o que tienen trabajo de base en los barrios y quieren terminar su educación secundaria —me dice Sergio Segura, profesor del Bachillerato Popular Darío Santillán en una villa de inmigración paraguaya de Buenos Aires—. El Estado traza unas líneas generales, pero tienen independencia y libertad con respecto a los contenidos que manejan (que están muy relacionados con las luchas sociales y la realidad de esos territorios) y la facultad de otorgar títulos de educación secundaria a jóvenes y adultos”.

La situación en Colombia es diferente. Se contempla que el encargado de asumir la educación básica de los menores de edad es el Estado, pero en cuanto a los adultos ha dejado la vía libre para que sean instituciones privadas quienes se encarguen de ello.

“Por un lado hay poca regulación del sistema educativo y una veeduría demasiado laxa. Eso da paso a que exista un mercado bastante grande de instituciones que prestan una educación de mala calidad con condiciones difíciles para los estudiantes y profesores, e inclusive que vendan directamente los títulos de grado —explica Camila, profe de Memoria Viva—. Por el otro, los requisitos que exigen a las instituciones no están pensados para la educación popular por lo que los colegios que ofrecen una malla curricular alternativa deben ajustarse a ellos y desde ahí acercarse a formas diferentes de pedagogía”.

Existen decretos (como el 3011 de 1997) que regulan la educación formal, no formal e informal de los adultos, los cuales disponen requisitos como una planta física, una organización administrativa, unos planes de estudio y unos términos económicos específicos que no permiten que la educación popular sea reconocida como metodología por el Estado colombiano o el Ministerio de Educación.

“Creemos que hay que hacer uso de eso y a la vez hacer la guerra contra eso —continúa Felipe—. Este territorio ha sido marginado geográficamente, históricamente, laboralmente. Si no te están reconociendo que no te reconozcan, pero vamos a educarnos, punto. Al mismo tiempo, agarrémonos de las herramientas y los espacios que la legalidad permite”.

El bachillerato, que consta de seis clases repartidas en tres días a la semana durante las noches, es un laboratorio para potenciar todo tipo de saberes y relaciones. “El Codito es como una Colombia pequeña —explica Juan Sebastián—, hay gente de todas las partes del país y además se encuentran tanto la ciudad como el campo. Del mismo modo, ha sido encuentro de excombatientes de un bando y del otro, de víctimas y victimarios del conflicto, y esto ha logrado enriquecer las clases y la generación de conocimiento”.​

En el trabajo conjunto entre La Chagra y la comunidad, la Casa es espacio para talleres de todo tipo, desde teatro hasta rap, dictados muchas veces por miembros de la comunidad misma, así como para la convergencia de otros procesos educativos, como una escuela jurídica que forma a los habitantes del sector en sus derechos ciudadanos para hacerlos exigibles.

“Aquí las clases son muy relajadas y es chévere porque somos todos jóvenes y nos entendemos bien —me dice Sandy, estudiante de 16 años—. En mi otro colegio los profesores eran los que mandaban, era una relación privilegiada en cambio aquí nadie manda, todos somos iguales”.


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